“¡Kuira!”, saluda Martín, un hombre rarámuri de 30 años que es guía para la caminata inmersiva en los senderos para visitar en las Barrancas del Cobre. Son las seis de la mañana, el sol va devolviendo los colores a la profundidad de la sierra. Con una cinta azul en la cabeza, que combina con su amplia camisa, Martín porta su vestimenta tradicional en la que destacan los sencillos huaraches con los que los rarámuris recorren su mundo. Correr no es un ejercicio, es su medio de transporte y más que eso: es su misma esencia. Desde el nombre: “rara” significa “pie”; “muri” significa “correr”. En su cosmovisión, esta palabra es prácticamente sinónimo de persona.
El primer encuentro con los rarámuris ocurrió antes, a bordo del tren Chepe Express. Justo son este tipo de experiencias turísticas las que diferencian a este recorrido, en comparación con su versión regional. Mujeres de coloridas faldas tradicionales y blusas floreadas se acercan a los vagones detenidos. Su pelo está cubierto por un paliacate, sus pómulos se notan ajados por el clima y algunas cargan en la espalda un pequeño tohui, que es la palabra para “niño” en su lengua. En sus manos llevan los wares (cestos), hechos de pino y sotol, que ofrecen a los turistas. Su manufactura y olor a bosque hacen que sea difícil resistirse. Sin descender, los viajeros compran encaramados de los vestíbulos del tren.
La manufactura y olor a bosque de los wares hacen que sea difícil resistirse
Huitosachi y Bacajípare son dos de las comunidades tarahumaras enclavadas en lo bajo de la barranca que se observa desde Divisadero. Alguien en el grupo pregunta: “¿Qué diferencia hay entre tarahumara y rarámuri?”. Darey, de abuelas rarámuris y guía en esta zona, responde: la primera es la forma castellanizada. En fin, que es lo mismo… pero rarámuri es más cercano a como ellos se nombran a sí mismos. Y por eso, lo que se ofrece ahí es la posibilidad de vivir una “experiencia rarámuri”.
La cocina rarámuri: el complemento para una experiencia auténtica Isabel, cocinera tradicional, recibe al grupo en una casa a dos aguas, es decir, con un techo de lámina acanalada que sirve para recoger el agua de lluvia. La estufa de leña está encendida y dos pequeñas de 11 años muestran cómo se muele el maíz nixtamalizado: primero en un molino de mano y luego en el metate. Los asistentes amasan, hacen bolitas y conforman a mano la forma circular que ponen al comal. No se ocupa prensa tortillera y el resultado es delicioso y esponjoso; distinto a la tortilla que se acostumbra en la mayor parte del país.
En un plato de barro, Isabel prepara una especie de frijol instantáneo. Nadie del grupo parece haber visto antes esa técnica de conserva: lo tateman, quitan la cáscara y muelen. Así, el polvo de frijol puede ser disuelto a placer en agua hirviendo y condimentado con ajo, cebolla, sal o lo que se tenga a mano. Las personas asistentes degustan estos especiales frijoles, las tortillas hechas desde cero, salsa de chiltepín y un refrescante vaso con pinole. A través de la ventana se alcanza a ver un niño que ya está levantando con el empeine una pelota de madera, llamada gomácali. La lanza lo más lejos que puede y corre tras de ella para repetir el acto. Se trata de la rarajípuami, o carrera de bola, que se practica entre dos o más personas. Las niñas que habían mostrado cómo moler el maíz, ahora están listas también para mostrarnos su juego: rohuécuami. Otro tipo de carrera —una reiteración de su esencia trotadora— en donde las mujeres levantan unos aros con una especie de rama previamente alisada. Los aros, llamados rohuelas, son lanzados con los palitos lo más lejos posible. La acción se repite para ir avanzando con cada lanzamiento; la que llegue más lejos será la ganadora.
Así, la parada en Divisadero y el recorrido en El Chepe pueden resultar no sólo unas típicas vacaciones. Para este grupo, la inmersión en un pedacito del mundo rarámuri hizo de la aventura una experiencia cultural redonda.
